En el primer artículo, se indagó en la definición de la “democracia digital”, la historia de esta práctica y algunos de los desafíos funcionales. A partir de ello, en esta ocasión, se pretende profundizar el análisis de éste último punto, en especial, cómo los cambios sociales, políticos y económicos están repercutiendo en el desarrollo de nuevas tecnologías que incrementen la participación ciudadana.

Actualmente, la democracia está sufriendo el desafecto o descrédito por la lejanía de sus instituciones con los ciudadanos. Paralelamente, la revolución digital con mayor conectividad y el consecuente crecimiento del acceso a dispositivos móviles, está aumentando la demanda de servicios públicos. Ambos fenómenos generan un punto de fricción, debido a que los gobiernos transitan el cambio a un ritmo más lento de las necesidades ciudadanas, por ende, se requiere repensar la forma en que llevan a cabo sus actividades: “El ciudadano quiere mayores respuestas sin tener que salir de su casa”.

La transformación del Estado debe ir más allá de la digitalización de los procesos burocráticos, enfocándose en el aprovechamiento máximo de las redes, tecnología de la comunicación, inteligencia artificial; y generando oportunidades desde la sociedad civil para nutrir el proceso de formulación de políticas públicas. De esta manera, el gobierno podría navegar con equidad, velocidad, eficiencia y responsabilidad en un clima de poder disperso, apatía política y volatilidad económica; además de reducir la brecha con los ciudadanos. Como señaló Ramón Jáuregui Atondo en el marco del Parlamento Europeo, “hay una oportunidad de que la participación electrónica ayude a la sociedad en la deliberación de los procesos democráticos, en las consultas que los gobernantes pueden hacerles sobre los impactos de determinadas medidas, en los partidos políticos y su relación con sus afiliados, entre otras”.

En un sentido similar, Catherine Stihler, destaca que el éxito de la democracia digital requiere de una reforma abierta del sistema, sus prácticas y formas de actuar, es decir, tocar las venas profundas del modelo burocrático vigente y pensar en esas soluciones creativas para reencontrarse con los ciudadanos. Aquí radica la importancia de un gobierno digital como forma de contribuir a encontrar esos enfoques a través de las nuevas tecnologías y las correspondientes regulaciones, responsabilidades y habilidades necesarias para construir ese ecosistema digital fuerte que rompa con las barreras propias del cambio y motive a la sociedad civil en la generación de herramientas complementarias para esa apertura sistémica y fortalecimiento de la democracia.

Más allá del consenso que gira en torno a esta necesidad de reforma, existen grandes desafíos en el camino, especialmente, “mantener una transformación digital más allá de la administración de turno” (Carlos Santiso); aumentar la capacidad administrativa para que no peligren los inputs y outputs del sistema político; quedar estática en comparación con la velocidad que la ciudadanía se mueve en el mundo digital; poner en riesgo los derechos humanos cayendo en esquemas de autocracia tecnológica o limitación de las libertades por motivos arbitrarios; no contar con la infraestructura suficiente para garantizar el éxito de los programas; entre otros. Justamente, con el fin de evitar algunos de estos problemas, las instituciones de la democracia digital más eficientes son aquellas capaces de manejar el delicado equilibrio de responder con la flexibilidad y agilidad necesarias para cambiar, creando los pilares que permiten a los equipos de gobierno y a la sociedad llevar la transformación a su máxima escala.

Con base a lo mencionado en el párrafo precedente, queda claro que para ser un líder en la democracia digital, se requiere ser consciente de la complejidad y las compensaciones necesarias tanto para defender como promover sociedades más abiertas. Un punto importante de este rol central consiste en lograr el mayor compromiso de actores globales y locales (ciudadanos, empresas, sindicatos, ONGs) para el desarrollo de capacidades internas y externas que tiendan a fortalecer la gobernanza digital y defender los derechos civiles; por ejemplo, los países miembros del G7 firmaron una Declaración sobre Sociedades Abiertas, subrayando la necesidad de “proteger el espacio cívico digital a través del impulso de capacidades y garantizar que el diseño y la aplicación de nuevas tecnologías reflejen nuestros valores compartidos, respeten los derechos humanos y el derecho internacional, promuevan la diversidad e incorporar principios de seguridad pública”.

Finalmente, los desafíos de la democracia digital son muchos y surgen desde diferentes campos de la vida diaria, pero su potencial para reducir la brecha que el modelo burocrático o las administraciones generaron en la ciudadanía es mayor, especialmente,  gracias a la capacidad de promover valores públicos como la eficiencia, eficacia, inclusión, transparencia y rendición de cuentas. Pero sobre todo, brindando nuevas herramientas para que ser protagonistas de nuestro presente y futuro.